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La retórica política cuesta poco, pero reducir drásticamente las emisiones de dióxido de carbono sigue siendo prohibitivamente caro y tecnológicamente desafiante. Al fin y al cabo, venimos oyendo esas promesas (por lo general incumplidas) desde la “Cumbre de la Tierra” celebrada en Río de Janeiro en 1992.
Reducir a cero la emisión neta de CO2 en 2050 o mucho antes es la meta ambiciosa que impulsan movimientos ambientalistas y avalan políticos de todo el mundo. Estos activistas y políticos reciben mucha atención, pero sus propuestas costarían mucho más de lo que casi todos sus electores están dispuestos a pagar.
Las encuestas de opinión muestran que la gente está preocupada por el cambio climático y dispuesta a invertir una suma relativamente modesta para solucionarlo, pero no tanta como la que invertiría en educación, salud, oportunidades de empleo y apoyo social. Por ejemplo, la mayoría de los estadounidenses pagarían hasta 200 dólares al año para combatir el cambio climático; en China, la cifra es alrededor de 30 dólares. Los británicos no están dispuestos a reducir en forma significativa el uso del auto, los viajes en avión y el consumo de carne para combatir el cambio climático. Y si bien para el gobierno alemán la acción climática es tan prioritaria que formó un “gabinete para el clima”, sólo un tercio de los alemanes apoya una polémica propuesta impositiva para reducir el calentamiento global.
El lugar donde más se evidencia el abismo entre los políticos y la ciudadanía es Francia. El compromiso del gobierno de lograr una reducción drástica de las emisiones de CO2 antes de 2050 se convirtió embarazosamente en una promesa vacía, que casi no se trasladó a medidas significativas durante la presidencia de Emmanuel Macron, porque los “chalecos amarillos” salieron a las calles para oponerse a la aplicación de un nuevo impuesto a los combustibles que afecta desproporcionadamente a los residentes de áreas rurales dependientes del auto.
Francia no es el único país que hizo grandes promesas y luego no las cumplió. Un análisis reciente muestra que de los 185 países que ratificaron el acuerdo climático de París (2015), sólo 17 (entre ellos Argelia y Samoa) están cumpliendo en la práctica sus compromisos.
El arancel al carbono ya está en la mesa de tío San
En enero pasado, 3.554 economistas estadounidenses (entre ellos 27 premios Nobel, cuatro expresidentes de la Reserva Federal y dos ex secretarios del Tesoro) propusieron una política que antes era herejía: que Estados Unidos combine la imposición de un precio local al carbono con un “sistema de ajuste en frontera”. Con su apoyo a la creación de un arancel que refleje la intensidad de carbono de importaciones clave, se apartaron de la ortodoxia de libre mercado.
El obstáculo fundamental a la descarbonización es la paradoja de que los costos sean insignificantes para el consumidor final, pero grandes para cada empresa por separado. Como resalta el reciente informe Mission Possible de la Energy Transitions Commission sostiene que el menú de políticas debe incluir un impuesto de ajuste en frontera (arancel) al carbono, la tecnología para lograr una descarbonización total de la economía mundial más o menos por 2050 o 2060, con muy poco efecto sobre los niveles de vida de la gente.
Según el mismo informe de la ETC en el apéndice 2, descarbonizar toda la producción del acero usado en la industria automotriz aumentaría menos del 1% el precio de un auto típico. Y en los sectores donde la reducción de emisiones es más difícil (industrias pesadas como la fabricación de acero, cemento y productos químicos, y el transporte a larga distancia en camión, avión y barco), el costo total de la descarbonización no superaría el 0,5% del PIB global. Visto en esta perspectiva, no hay excusas para que las autoridades nacionales no adopten políticas que pueden impulsar avances hacia una economía descarbonizada.
Pero para una empresa, los costos de la descarbonización pueden ser enormes. En la fabricación de acero, la descarbonización puede sumar hasta un 20% al costo de producción total; en el caso del cemento, puede llegar a duplicar los precios. Así que cualquier fabricante de acero o cemento que se comprometa a anular las emisiones, o que deba hacerlo por regulaciones o por la imposición de un precio al carbono, puede quedar fuera de carrera si sus competidores no enfrentan restricciones equivalentes.
La propuesta ortodoxa
En Estados Unidos la principal propuesta centrista, a tono con lo que permite la ortodoxia neoliberal predominante, es aplicar un impuesto al carbono. La idea es sencilla: expresar el costo social de la contaminación mediante el cobro de un impuesto a los combustibles fósiles allí donde entran a la economía (sea en boca de pozo, en una mina o en el puerto). En la jerga de los economistas, es un “impuesto pigouviano”, ya que busca corregir un resultado no deseado del mercado, o lo que el economista británico Arthur Pigou definió como una externalidad negativa (en este caso, las emisiones de gases de efecto invernadero responsables del calentamiento global).
Casi todos los economistas que aceptan el cambio climático que cualquier respuesta política óptima debe incluir impuestos al carbono o fijación de precios en un esquema de intercambio de emisiones. Recordemos que el comercio de CO2 se desarrolla en un mercado artificial por definición, creado a golpe de Directivas, Reglamentos y Guías Técnicas para su transposición.
Así, la fragmentación de sus periodos de funcionamiento, unidos a la continua modificación de las reglas de juego, cambiantes en cada uno de los periodos, genera confusión e incertidumbre, añadida al ya de por si complicado escenario económico. Esto es así, especialmente, mientras la batalla contra el cambio climático se siga. En el siguiente gráfico, se muestra la evolución del precio medio de una Tonelada de CO2 Y+1, que es la cantidad de CO2 que permite emitir un Derecho de Emisión Europeo (UEA en sus siglas inglesas).
Los vaivenes regulatorios que hubo en el año 2007, y que se repitieron en 2012, respecto de las reglas de juego aplicables al periodo posterior, se apunta en ambos casos como explicación fundamental de las respectivas caídas.
Así, por ejemplo, en el paso del primer periodo trianual de prueba comprendido entre 2005-2007, se prohibió explícitamente el banking o arrastre de los derechos sobrantes al siguiente periodo. Por lo que, la correlación entre su precio y su valor decreciente, a medida que se acercaba el cambio de periodo, era previsible.
La idea del impuesto al carbono como respuesta al cambio climático es inmensamente popular entre economistas de todo el espectro político. Pero es muy insuficiente. Una descarbonización rápida de la economía en forma económicamente equitativa y políticamente factible demanda un paquete integral del orden del Green New Deal. Eso implica combinar algunas políticas basadas en el mercado con inversiones públicas y privadas a gran escala y normas ambientales cuidadosamente diseñadas.
Aun así, un impuesto estándar al carbono conlleva ciertos riesgos. Pregúntenle Macron, la enseñanza de las protestas semanales de los “chalecos amarillos” es clara: a menos que las políticas ambientales tengan en cuenta los altos niveles actuales de desigualdad, los votantes las rechazarán.
Pero, aunque los economistas formularon el argumento con un vocabulario que lo hiciera aceptable en los Estados Unidos, la misma política sería aplicable en otros países para defender la industria local contra importaciones con alta emisión de carbono procedentes de Estados Unidos, si el que se aprovechara no asumiendo su parte en la lucha contra el cambio climático fuera este.
A veces hay que olvidar los tabúes intelectuales. Aplicar un impuesto de ajuste en frontera al carbono es una idea en su tiempo justo, y puede resultar una importante herramienta para avanzar hacia la economía descarbonizada que es tecnológica y económicamente factible para mediados de este siglo.
Declarar “emergencias climáticas” sale en las noticias y sirve para que los políticos y los activistas se sientan mejor, pero una retórica vacua que ignora la realidad económica y el sentido común no ayudará al planeta.
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